Muchos de mis lectores me preguntan cuando voy a escribir una novela sobre nuestra experiencia hospitalaria durante la pandemia. Siempre respondo lo mismo: ¡Nunca! Pero..., sí, hay un pero... Os dejo con uno de los relatos del libro "Divinas semillas" y veréis que en 2016, fecha en que se publicó, el relato cuenta una realidad ficticia que en 2020 dejó de serlo. Gracias por vuestro interés.
La negra noche
Et ecce equus pallidus
et qui sedebat desuper nomen illi Mors et inferus sequebatur eum et data est
illi potestas super quattuor partes terrae interficere gladio fame et morte et
bestiis terrae
Miré, y vi un caballo
pálido. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía: y les
fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con
hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra.
Apocalipsis 6.8
Durante los dieciséis
siglos que el faro llevaba iluminando la isla y señalando la peligrosa costa,
nunca un solsticio de verano se había descubierto de un modo tan brillante. La
luz bañaba cada rincón de las salinas. La sal refractaba los rayos que incidían
sobre ellas, que llenaba el cielo de un azul tan intenso que casi se podía
tocar. Desde lo alto del faro ni un ápice de bruma ensuciaba el horizonte.
Sobrecogidos por el espectáculo no podíamos dejar de observar aquello que
durante centurias las nieblas habían censurado. El resto de las islas del
archipiélago se perfilaban como el carbón en un papel inmaculado. La belleza
era tanta que causaba terror. En los treinta y tres años que Theodorus y yo llevábamos
cuidando la luz del faro, encendida por Egantheós casi dos milenios atrás,
nunca nos habíamos sentido tan desnudos y desprotegidos. En los manuscritos
jamás se había registrado un día tan azul e intenso como el de hoy.
Una balsa a la deriva, como tantas otras que durante
años se aproximaron a la costa —una sombra en la vigorosa luz— puso el
contrapunto para comprender la apabullante belleza de la que éramos testigos.
Asomándome desde la
linterna conforme se acercaba la balsa a la isla, miré y vi un caballo pálido,
el que lo montaba parecía un moribundo. El que lo seguía tenía un aspecto
deplorable, a sus pies tres bultos humanos se agitaban nerviosos. Vestidos con
unas túnicas pardas acentuaban el misterio de la visión delatando que nada
propicio se acercaba a la isla.
Theodorus, al que sus padres
latinizaron el nombre por la novedad de un naufragio anterior, se desmayó al no
poder soportar la escalofriante visión. Acudí a sus pies al oír el golpe de su
cabeza contra el suelo, yo estaba limpiando las cenizas del hogar que
alimentaba la luz del faro y al llegar a su lado lo encontré muerto. Mi corazón
murió con él. Nunca más mi rostro dibujó una sonrisa. Nunca más pude ver mi reflejo
en un espejo, la reverberación que el metal devolvía no era yo. La muerte de
Theodorus fue mi muerte. Esa visión sobrenatural mató a mi amado, pero él solo
fue la primera de las muchas víctimas que traería la balsa.
Bajé como pude los setenta
y cinco escalones de piedra desde la linterna del faro hasta su base llevando su
cuerpo en mis brazos, apoyado en mis caderas. No sé de donde saqué la fuerza.
Hoy sería incapaz de repetirlo. Lo tumbé al lado de la chimenea, pensando que el
fuego le devolvería el alma que la luz le había robado. ¡Vana ilusión! Todo
estaba perdido. Todo estaba escrito.
Hice sonar el cuerno de
avisos con el poco aliento que me quedaba. El sonido conocido por los oídos isleños
era infalible. Todo Chelemare se reunía en torno al inmaterial patrimonio de su
voz cada vez que lo oían. El cuerno siempre era una señal de alegría: el eco
del salvamento de náufragos. Nuevas vidas que llegaban a la isla a través de
las nieblas que la protegían se unían a la prosperidad que nos proporcionaba
esta mágica tierra. Conforme los habitantes iban llegando, su alegría cambiaba
por miedo. La cada vez más clara visión de los oscuros náufragos acercándose a
las salinas dinamitaba las sonrisas de bienvenida. La algarabía se transformó
en silencio. El silencio en muerte.
Antes que la balsa
arribase a las salinas anuncié el accidente de Theodorus. Los vecinos y amigos
se abalanzaron sobre mí para consolar mi desgarrada pena. Me acompañaron al interior
de la casita del faro y honraron a mi amado difunto con una consideración y un
dolor que solo da la muerte de un ser querido y respetado. Neartés llegó a la
playa más tarde que el resto de los ciudadanos y al ver la aglomeración en la
puerta de la casa pidió permiso para entrar.
Las caras de los allí
reunidos no hacían presagiar nada bueno. Entró en la estancia. Al ver el cuerpo
lívido de Theodorus, con un hilillo de sangre reseca saliendo por sus comisuras
y tras el hombro un reguero rojo aún latiendo, se arrodilló ante él y
cogiéndole las manos, las apretó contra su pecho sin decir palabra. Dirigió sus
ojos hacia mí y, con la voz temblorosa, anunció que después de dar la bienvenida
a los visitantes, se amortajaría al cadáver, siguiendo el ancestral rito de
inmersión del difunto con piedras, pasando a formar parte del mar que nos
rodeaba.
Neartés, antepasada de
Neartós, primer dibujante de mapas de la isla, gobernaba Chelemare con gran
sabiduría. Su espíritu sosegado y valiente la hacía imperturbable. Al llegar a
las salinas y ver el desagradable y deteriorado aspecto de los náufragos, tomó
una decisión sin precedentes en la historia de la isla: los extranjeros no
podrían entrar en el pueblo. Además, el cuadrúpedo que traían no era un onagro,
y no quería que la raza de la isla se perdiera por la mezcla malsana del animal
que llegaba.
Se dirigió a dos de los
médicos, Beningnus Maester y Astanius Pueri, que se habían congregado como otras
veces ante la llegada de visitantes. Estos, junto con Neartés, al ver el
aspecto de los aparecidos con pústulas, bubones tremendamente hinchados,
manchas oscuras en la piel y un fuerte olor a detrito, decidieron que deberían
pernoctar en el campo de dunas que se extendía entre la playa y los primeros
tarajales convertidos en bosques de pinos cumbres arriba. Nunca antes ningún Principal
de la isla había actuado así. Pero el deplorable aspecto de los recién llegados
le pareció tan mortalmente premonitorio que no le quedó otra opción.
Siglos después siempre
sería recordada como Neartés Libertaria, por salvar a la isla de la extinción de
sus habitantes.
Mandó excavar un hoyo
en la arena de la playa. Con cañas, palos y barro se levantó una barrera de seis
varas de largo por seis de ancho para recoger a los desamparados forasteros, y
así evitar la dispersión de los recién llegados, que permanecían varados en las
salinas, vigilados por dos soldados.
Con el cuidado que da
el miedo rescataron a los cinco hombres. Una vez lavados con agua de mar y
jabón de algas, les dieron ropa limpia y seca. La que vestían se quemó.
Comida, agua y un vino que
elaboramos en la isla, áspero y salino, reconfortó el encierro. Con hojas de palmeras
hicieron unos catres para evitar que la humedad de la arena afectase su mermada
salud. Sin decir palabra se acostaron, se selló la puerta para que no hubiese comunicación
posible entre los ciudadanos y los recién llegados. Todos esperábamos alguna
acción más por parte de los médicos, ellos sabían que cualquier enfermedad se
atajaba de dos maneras, con la separación o con la muerte. La única forma de
acertar era incomunicándolos.
Al caballo moribundo,
viendo como sufría espasmos musculares, le dieron cicuta que devoró con avidez,
y lo devolvieron al mar en la balsa. En poco tiempo contemplaron como caía
arrodillado en manos de la parca.
Una vez los enfermos se
durmieron, Neartés pidió voluntarios para cuidar a los visitantes. La primera
noche ofrecí quedarme cerca de ellos, quería enmascarar con compañía ajena la
pérdida de Theodorus. Neartés no me lo permitió. «Tu obligación es velar a tu
esposo. Ve con él, llora a voz en grito o en silencio, pero llora como excelente
cónyuge que has sido. Hoy debes permanecer a su lado. Otros voluntarios vigilarán
por ti».
La guardia establecida
era tanto por nuestra seguridad como por las necesidades de los llegados; sed,
hambre, frío...
En toda la noche no
ocurrió nada. Temimos por sus vidas y por el posible contagio de tan extraña
enfermedad nunca vista en la isla.
Al día siguiente uno de los vigilantes esto me
contó: «La noche fue tranquila. Me quedé adormilado contra los postes de madera
de la valla, hasta que el escozor de una pulga me despertó. La pude pillar a
tiempo y estrujándola con mis dedos la reventé, viendo como mi propia sangre
nutría su cuerpo. Me acerqué a los tarajales y con barro y sal reduje la
hinchazón, bebí agua fresca, y seguí en vela hasta que de madrugada volvieron los
médicos para comprobar el estado de salud de los náufragos. Tenían peor aspecto
que el día de la llegada, pero parecían tranquilos». Todo esto quedará escrito
y pasará a formar parte de la historia isleña, le dije, agradeciendo su ayuda.
Mientras hablábamos llegó
Neartés vestida de luto por la muerte de Theodorus. Venía con un séquito de
plañideras con lágrimas de verdadero dolor. Empezamos el rito del entierro. Una
multitud nos acompañaba.
Pusimos el cuerpo de mi
amado en la barquilla—sepulcro, una frágil nave pensada para el último viaje.
Un cortejo fúnebre de barcas con crespones lo acompañó a alta mar. Cada batel
llevaba una piedra que al pasar al lado de la barquilla—sepulcro, uno de los
tripulantes depositaba encima del muerto. La última roca era lanzada por el
familiar más cercano con ayuda de un soldado llamado falcario de la muerte.
Esta vez me tocó a mí el triste papel. El impacto de la postrera piedra hundía
la sepultura definitivamente. Esa gran piedra estaba atada a una soga que tenía
incrustados cristales de sal, conforme la barca se sumergía iba arrancando la piel
de las manos de quien la sujetaba. El dolor físico de las manos ensangrentadas
aliviaba el dolor del alma. Ambos dolores se encontraban en el pecho del que se
quedaba para, de este modo, jamás olvidar al ser querido. El falcario de la
muerte, con la hoz que portaba, vigilaba el proceso por si el doliente
desesperado se lanzara al agua suicidándose para aliviar su pena, cortando la
cuerda en caso de necesidad.
El ritual debía ser lo
más digno y honorable posible. La gente de la isla creía que si no se
proporcionaba al fallecido un entierro como era debido, el espíritu vagaría
eternamente sembrando el miedo y la desgracia por la costa. Por último, unas flores
lanzadas al agua eran engullidas por la espiral que se formaba al hundirse la
sepultura.
Una vez concluyó el entierro
volvimos al recinto de los náufragos. Uno de ellos había fallecido. Los otros
estaban tan enfermos que no se habían dado cuenta de la muerte del compañero
marítimo.
Neartés y los médicos
no se decidían sobre cómo actuar con ellos. Beningnus Maester, el más viejo de
los dos galenos, propuso una infusión de seminibus in deum con vino
caliente, para observar el efecto que producía.
Neartés no estaba de
acuerdo, las semillas no causaban efecto cuando se usaban con sentimientos desvinculados
del amor. Ella, Astanius Pueri y el resto de los presentes teníamos miedo. El
miedo no era una buena arma para hacer florecer las semillas causando el efecto
beneficioso que de ellas se deseaba. Beningnus Maester insistía en usarlas,
pero él era de los pocos en la isla que no abrió su corazón ni a hombres ni a
mujeres. Era estéril en ese campo, aunque erudito en la ciencia, nunca supo de
los placeres ni los frutos que el sentimiento del amor aportaba.
Desde un vano que se había
dejado en uno de los lados de la empalizada, veíamos cómo los cuatro hombres
que quedaban estaban cada vez más deteriorados, vomitaban sin cesar y apenas se
podían poner de pie.
Por fin, viendo el
lamentable estado de los enfermos, decidieron utilizar las seminibus in deum.
Hirvieron vino, introdujeron
las semillas y lo dejaron macerar. Cuando se enfrió buscaron a dos vecinos que
lo dieran de beber a las pobres víctimas de la enfermedad desconocida. Yo tenía
tanta necesidad de distraer mi mente, que, junto con Astanius Pueri, nos
presentamos voluntarios para administrar la medicina; él como médico, y yo como
quien escribe. Al entrar en el recinto, el joven se quejó de un pinchazo en una
mano pensando que se había clavado una astilla de la empalizada. No le dio
importancia hasta que un segundo pinchazo en mi brazo me hizo ver una pulga que
se cebó con mi sangre. Le di un manotazo y vi su pequeño cadáver aplastado
entre el vello de mi extremidad. Ofrecimos el néctar curativo a los náufragos
que agradecidos lo tomaron ansiosos, esperando su salvación. Su cuerpo no
toleró el brebaje, un último vómito sanguinolento puso fin a sus vidas.
Astanius Pueri y yo salimos del recinto despavoridos y asqueados. El olor fecal
era tan nauseabundo que nos hizo vomitar. Al mirar hacia atrás vimos las
semillas desperdiciadas en el suelo, que flotaban en el humor mortuorio.
Nadie en la isla había
asistido a una muerte así. Neartés, muy asustada, decidió que los cuerpos no se
podían lanzar al mar. Pensó en el peligro que supondría contaminar las aguas,
la pesca, las algas y su entorno. Meditativa recordó la balsa con el caballo
muerto, y cayó en la cuenta de que la marea podría devolverlo a la playa. Mandó
a los pescadores que fueran a buscar la tumba flotante. Ni Beningnus Maester ni
Astanius Pueri entendieron su proceder. Ambos callaron viendo que la decisión
de administrar las semillas no fue efectiva. Sin apenas fuerzas fui a descansar.
Deseé no despertar jamás. ¡Cuidado con lo que deseas!, pensé, ¡cuidado con lo
que deseas!
El humo que entraba por
la ventana de la habitación adosada al faro y un olor a carne quemada me despertaron.
Al asomarme al dintel de la puerta vi la gran fogata que se elevaba muchos pies
sobre las cabezas de los más cercanos. Nunca sabremos cómo a Neartés se le
ocurrió la idea de incinerar los cuerpos de los difuntos junto al del caballo.
Un rito que provenía de las lejanas tierras más allá del Indo, antes jamás
practicado en la isla. Todos acataron la decisión.
La cremación de los cuerpos
se realizó sobre una gran pira dentro del mismo recinto construido para
aislarlos del resto de la isla a su llegada. Me acerqué y narraron lo ocurrido
para que tomara nota y quedara registrado en los documentos de la isla. Así lo
hice.
Diez días con sus diez
noches ardió la pira. Los habitantes de Ventolto, el pueblo de la montaña, que
solo aparecían por Chelemare para el trueque de pescado por productos de sus
huertas y algún que otro asunto amoroso entre jóvenes, bajaron presurosos por
si estaba ardiendo el pueblo de la costa. Esos actos de solidaridad ataban vínculos
de los de arriba con los de abajo, junto con algunos matrimonios que se
formalizaban entre ambas poblaciones. El lema que nos unía: inter nos vivere
in pace, limaba muchas asperezas que algunos rencorosos guardaban desde la
llegada de los navegantes de oriente dieciséis siglos atrás, alimentando la creencia
de que los forasteros habían expulsado de la costa a los antiguos habitantes insulares.
Algo que según consta
en los escritos nunca fue así.
Habían transcurrido
cinco días desde que la pira se había apagado, pero el olor persistía por todo
Chelemare. Las nieblas habían vuelto a proteger la isla. Mi corazón por la
pérdida de mi amado vivía en la oscuridad. Subí a la linterna del faro, a limpiar
las cenizas de la noche y a resguardar la llama encendida por Egantheós. No
pude terminar el trabajo. Empecé a vomitar sangre a borbotones. Bajé a lavarme
y en el espejo de bronce vi las mismas manchas negras que traían los visitantes.
Toqué el cuerno, y de nuevo la población se congregó a su llamada. Expliqué a
Neartés lo que me estaba ocurriendo, pero no fue necesario entrar en detalles.
Al ver mi rostro manchado entendió que había enfermado. Pedí cicuta para
aliviar los dolores y azuzar a la muerte. «Cuanto antes mejor, expliqué».
Horrorizada ante mi
deseo, Neartés derramó una lágrima insolente que descubría sus afectos hacia
mí, sentimientos amorosos que yo nunca compartí. Se negó a darme la cicuta.
Había que encontrar una solución menos drástica.
Beningnus Maester, me
pidió que relatara qué había hecho desde la llegada de los visitantes malditos
a la isla. «Nada que recuerde fuera de lo cotidiano, dije». Busqué en mis
pensamientos cómo habían transcurrido los días. En el silencio recordé la muerte
de Theodorus y la herida se reabrió en mi alma. El espléndido día sin nieblas
protectoras, la mortaja de mi amado y el doloroso entierro. Mis manos heridas
por la soga... nada más. Como un destello recordé el dolor y quemazón del
aguijón de la pulga, y así lo expliqué.
El médico maestro presintió
que la pulga podía ser la causante de la enfermedad, examinó mi brazo, pero no
había rastro de la picadura. Astanius Pueri se adelantó y todos pudimos ver su rostro
demudado y con alguna incipiente mancha gris.
Hablando para todos
relató que a él también le ocurrió lo mismo. Notó la dolorosa picadura de una
pulga, al igual que le sucedió al vigilante que se adormiló junto a la valla el
primer día. Contó que hacía dos jornadas empezó con unas fuertes diarreas que achacó
a algún alimento que había comido en mal estado, pero hoy, siguió diciendo,
empezó a vomitar. En su casa no tenía espejos y no pudo comprobar si su rostro
estaba manchado.
El silencio de la congregación
mirando al joven médico le dio el diagnóstico. Un murmullo fue creciendo en
torno a él, roto por el vómito de unos de los pescadores que fueron a buscar el
caballo muerto a la balsa. Neartés pidió que todos los que habían tenido contacto
directo con los náufragos se agruparan en torno a nosotros. Resultó un grupo de
veinticinco personas. Calló pensativa y enigmática. Cuando rompió su silencio,
ordenó que todos los aguijoneados por el pequeño animal nos reuniéramos a las
puertas del faro y los que no, se separaran de los asaeteados. Quedamos quince
en un lado y diez en otro. Neartés se reunió con Beningnus Maester. Hablaron
largo rato en voz muy baja, nadie pudo oír lo que decían. Por fin el médico
explicó cómo iban a proceder. Los quince que fuimos víctimas de las pulgas,
entraríamos en el faro. Encalaríamos la habitación principal, estaríamos
aislados del resto de la población de Chelemare recibiendo alimento y agua por
la ventana abierta en la base de este y saldríamos de allí cuando estuviéramos curados.
Los otros diez se reunirían en una de las casas cercanas a la playa, también se
pintaría con cal y se actuaría del mismo modo. Quedándose aislados por si
aparecían los síntomas.
Al segundo día de estar
encerrados, todos presentábamos grandes bultos en el cuello. Las manchas de nuestros
cuerpos, en un principio pardas, se iban volviendo cada vez más oscuras,
dibujando el mapa de nuestro destino. Un destino que se nos ofrecía largo y
doloroso. Pregunté desde el ventanuco del faro cómo iban los afectados de la
casa de la playa, ninguno había desarrollado los síntomas. Nos alegramos por
ellos. El tercer y cuarto día los dolores eran tan espantosos que nos reunimos
para pedir de nuevo a Neartés la cicuta. Ella no quería sacrificar a quince de
sus conciudadanos, pero al quinto día, cuando tres amanecieron muertos, pedimos
que nuestros anhelos fueran escuchados. La muerte rápida era una bendición. Por
todo Chelemare se oían los llantos de sus gentes. Algunos dejaban a hijos,
otros a padres, madres, esposos...
El dolor físico no se
diferenciaba del dolor espiritual. Agónicos decidimos hacer una última petición
al pueblo que nos lloraba incluso antes de morir. Pedimos ser incinerados. No
queríamos manchar las azules aguas que rodeaban la isla.
Nuestros deseos fueron
concedidos. La tarde del quinto día, la propia Neartés nos trajo la cicuta.
Cuando a través de la ventana me la acercó, vi en su rostro una angustia que
jamás le había conocido. Con voz temblorosa pero decidida, lo que me propuso me
causó tanto dolor como la muerte de mi amado, la de mis vecinos y la mía propia:
me obligó a apagar la luz del faro, una luz que por nuestra debilidad, a duras
penas podíamos mantener encendida.
La luz que hacía
dieciséis siglos había encendido el capitán Egantheós debía ser apagada. Luz
viva, alimentada por las promesas de amor que las parejas de fareros
mantuvieron encendida, la simbólica llama de la isla, debía extinguirse. Nunca
entendí su decisión. Me dijo que la oscuridad protegería el territorio. Era por
nuestro bien. No tuve fuerzas suficientes para negarme, aunque al hacerlo, me
hubieran acusado de traición. Su orden era irrevocable, al día siguiente
después de tomar el veneno derramarían cal por el ventanuco del faro,
hasta que esta nos sepultara y purificara los malos humores. Dos semanas más
tarde abrirían el catafalco y respetarían nuestro deseo del fuego. Neartés me
pidió que diera las gracias a todos por el sacrificio, que les comunicara que
honraría nuestra generosidad, haciendo quince piras distintas, una para cada uno
de los difuntos, con la intención de que nuestras familias pudieran despedirnos
en torno a las hogueras que simbolizaban a los auténticos salvadores de Chelemare.
Pregunté de nuevo por
los otros diez hombres encerrados en la casa de la playa, me llenó de alegría
saber que seguían sanos, parecían estar a salvo. La sabiduría de esta dama
principal, emparentada con la sangre de Egantheós iba a salvar a toda la población
de la isla.
Nos dispusimos a tomar
la cicuta, pero justo antes de hacerlo una luz iluminó la poca fuerza que me
quedaba. Si vertían la cal quemarían todos los manuscritos que narraban la
historia de nuestro pueblo. Debíamos evitarlo. Aun agotados, apilamos piedras
en la escalera que bajaba hasta la habitación de los archivos.
Pedimos que nos trajeran
argamasa y lajas de la playa. Nadie preguntó el motivo. Pensaron que el dolor y
la muerte nos habían quitado la poca cordura que nos quedaba. Fueron llegando
cubos con el mortero hasta que el hueco estuvo lleno. No fue una gran obra, pero
al menos los archivos quedarían a salvo, y con ellos se preservaría nuestra
historia.
Por fin ha llegado el
momento. Antes de amanecer, los pocos que quedamos vivos tomaremos la cicuta y
descansaremos.
Apenas puedo terminar
estas líneas. Mi nombre nunca tuvo tanto sentido para mí como en esta noche.
Mis progenitores me explicaron que era una palabra proveniente de las montañas
más altas de Iberia, el pueblo de los Jacetanos. Mi nombre lleva conmigo una
profecía. He sido el ser marcado por los dioses para traer la oscuridad y la
noche en la llama apagada de Chelemare, una tierra amada y que me hizo feliz.
Nunca la isla había
estado sumida en semejantes tinieblas, y si lo estuvo, no está escrito ni en
tablillas ni en pieles curtidas ni papel. La brillante luz del solsticio de
verano fue la detonación del episodio más triste jamás escrito. No puedo
recordar las caras de mis padres ni la de mi adorado Theodorus ni casi la mía deformada
por las pústulas y el dolor.
Deseo reunirme con mi amado
en algún lugar entre el fuego y el agua. Mi nombre es Nuey, «noche» en la lengua
de mis padres, varón o hembra da igual quien lo lleve, vosotros decidís, pero
dejadme que este último manuscrito lo firme como Nuey de Theodorus.
Chelemare, 23 días después
del solsticio de verano.
Año 1640 D.N.
Anno Domini 1340.
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