jueves, 26 de septiembre de 2019

Carta a Gotor

A raíz de la publicación de mi nueva novela de misterio NO TENGO EDAD, el pueblo de Gotor —donde transcurre la acción— está cuidándome con especial esmero. Desde  aquí, ¡gracias, GOTOR! Espero dároslas muy pronto en vivo y en directo; también la Asociación Cultural Barbacana me ha pedido que escribiera un artículo para su revista REDONDILLO  con alguna vivencia de mis años en los que anduve por la COMARCA DEL ARANDA, de esa petición ha salido esta carta. Espero que os guste.






Querido Gotor, permíteme que me dirija a ti como a un viejo amigo al que hace muchos años que no veo. No sé si te acordarás de mí. En junio, hizo cuarenta y nueve años que nos conocimos —vine a una boda; se casaban Fabiola y Fortunato, hijos de Aurora, Manuel, Valentina y Rufino respectivamente—. Pero no vine solo; me trajo Jesús, el tío de Fabiola, y vine en representación de mis padres, pues él trabajaba en Barcelona con ellos. Las dos familias no se conocían, pero por alguna razón que desconozco, acabaron tejiendo una bonita amistad. ¿Me sitúas ya en tu memoria de piedra de rodeno? ¿No?, Sí, hombre, sí. Vivía en la calle del Mortero, en el número seis.

Solía llegar a principios de julio y hasta finales de agosto me acomodaba a tus vientos, a tus calores, a tus tormentas de verano que, de tan breves e intensas, solo mojaban media calle. Diez veranos de mi vida pasé corriendo por tus cuestas, tus viñas, tus barrancos y tus choperas. ¿Me recuerdas ya?

Querido Gotor, te preguntarás por qué te escribo esta carta después de tantos años; pues verás, hace días Tere, la de la casa rural, me dijo que Pablo —ella le llama Pablete, pero eso no se lo digas a nadie— le preguntó si yo podría escribir algunas palabras sobre mis recuerdos contigo, pero son tantos y tan estupendos que me da miedo excederme. Así que he pensado que me limitaré a describir, con los cinco sentidos que tenemos  cinco pequeños sentimientos, que el olfato, la vista, el oído, el gusto y el tacto me traen cuando pienso en ti. Así que, queridísimo Gotor, empiezo por la nariz:

Cuando en las mañanas de verano abro la ventana de mi casa en Móstoles —esto ocurre sobre todo en agosto— y el frescor de la noche ha sosegado el calor del día, Móstoles huele a Gotor. Aire limpio y lleno de aromas de hierba mojada, de heno cortado que, en un exquisito trampantojo, el cortacésped municipal, al segar la hierba de la plaza del Pradillo, me trae a la memoria abriéndome un hueco en el corazón y, al cerrar los ojos, vuelo a Gotor…

Y hablando de ojos, mi sentido de la vista añora el cielo nocturno de verano, plagado de miles de estrellas y en el cual se veía con claridad el camino de Santiago... ¡Eso me decías tú! Noches espléndidas al amparo de linternas en busca de caracoles después de la lluvia. Canciones mágicas que las gotas de agua al caer sobre las hojas de melocotoneros, cerezos y almendros ponían música en mis oídos… ¡Anda!, sin querer he hablado del tercer sentido, el oído. Mi oído siempre recuerda la canción del viento de la sierra en las copas de las choperas… Eso sí, Gotor, tengo que decirte que cuando yo era pequeño, me parecían, más grandes, largas y umbrías… ¡Ay, las cabezas infantiles, cómo sobredimensionan los espacios! ¡Hasta la poza del molino me parecía hondísima y peligrosa!

En cuanto al gusto —aquí vamos a tener un problema— tengo que decirte que, aunque a ti te gusta mucho el congrio, yo no lo soportaba. ¡Qué sabor tan intenso! Han pasado muchos años y sigo sin poder soportarlo. Ni se te ocurra ponerme congrio cuando vuelva a verte, ¡quedas avisado! Eso sí los bollos no me los quites. Los bollos de la cuesta del horno eran otra cosa. Recuerdo esas cúpulas de masa dulce muy dorada por fuera, cúpulas esponjosas con un tejadito de azúcar quemado, tiernas y blancas por dentro y fragantes al paladar. Cuando volvía a Barcelona siempre me llevaba media docena, muchas magdalenas, y unos roscos con caramelitos diminutos que el día de San Roque colocabas en el trono cuando el 16 de agosto sacabas al santo en procesión… ¡Qué tiempos!

¡Ay Gotor!, ¡cuántas cosas hemos compartido juntos, ¿verdad? ¿A qué ya me vas poniendo cara? Súmale años, réstale pelo, multiplica el peso y divide la agilidad…

Seguro que con lo que te voy a contar ahora me recuerdas enseguida. Yo era el que se peleaba con doña Berta. Ella decía que el catalán no era un idioma, sino un dialecto y yo, erre que erre: «que no, que es un idioma», al final siempre tenía que darle la razón, por educación, claro. Ella era una persona mayor, pero a mí sus argumentos, no me convencían.

¡Ay que ver cómo —sin querer— me voy por los cerros de Úbeda!, pero quizá sería más propio decir, ¡cómo me voy por la Peña de los Frailes! Y aún me queda un sentido, el tacto… pero de ese no voy a escribirte nada. Nadie mejor que tú, Gotor, sabe cómo el tacto ha estado presente en ti, en nosotros. ¡Si las piedras de las calles hablaran! Por cierto, que te las has quitado todas de encima... ¿es por callarlas? Eran muy bonitas tus calles con esos cantos rodados, aliados de los traumatólogos de Aragón... ¡cuántas torceduras de tobillo habrán visto esas piedras! Sí, ya sé que estarás pensando que hablar de las piedras de la cuesta del horno —que te daban la bienvenida— es una forma muy sutil de no hablar del tacto, pero dime tú, querido Gotor, qué manos adolescentes no han acariciado cuerpos ajenos en la ribera del Aranda, en los montones de paja de la era, o en la tapia del cementerio… No seré yo quien hable.

Querido Gotor, gracias por leer esta carta; carta que te escribo con todo el cariño que te tengo. Has sido un gran maestro y un gran amigo, un pequeño y recoleto pueblo a los pies de la Sierra de la Virgen que me ha inspirado para vivir y para crecer como persona y como artista. Aquí te dejo con mis recuerdos, uno en forma de cuadro —que has colocado en las paredes del convento— y otro en forma de libro, «NO TENGO EDAD», que, a través de engaños y trucos literarios, ha recreado una historia ficticia, donde solo tus calles y tus paisajes son de verdad.

¡Hasta siempre Gotor! Yo no te olvido, espero que tú a mí tampoco.